viernes, 13 de mayo de 2011

El entierro de Montesquieu


El artículo 122.3 de la Constitución señala que el CGPJ

(...l estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. De éstos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales, en los términos que establezca la Ley Orgánica; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados y cuatro a propuesta del Senado, elegidos en ambos casos por mayoría de tres quintos de sus miembros, entre abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión.

La Ley Orgánica del Consejo General del Poder Judicial, de 10 de enero de 1980, desarrollaba este precepto sin más interpretación que la literal: ocho miembros del CGPJ eran elegidos por las Cortes Generales y doce por los componentes del Poder Judicial. Pero en 1985, Felipe González decidió cambiar las cosas. Gobernaba entonces con el rodillo de la mayoría absoluta y el control socio-político formaba parte de su megalómano proyecto. Faltaba el control judicial. Los jueces elegidos por el sistema que regulaba la Ley Orgánica del Poder Judicial no se plegaban al Poder Judicial. Utilizó entonces dicha Ley para modificar la forma de elección de los doce vocales de procedencia judicial. Los veinte vocales pasaron a ser elegidos por las Cortes Generales mediante mayoría cualificada de tres quintos. “Montesquieu ha muerto!”, dijo Alfonso Guerra, vicepresidente del Gobierno. En realidad, los socialistas lo mataron. En plena efervescencia del felipismo, la separación de poderes era inconcebible. El derecho debía estar supeditado a los fines políticos de la nueva mayoría. La mejor forma de controlar a los jueces era trasladar al órgano de gobierno de los jueces, el CGPJ, el reparto de fuerzas existente en el Parlamento. Fueron malos tiempos para el Estado de Derecho. El poder judicial sometido al poder político.

El PP hizo de la denuncia de este control antidemocrático un punto fundamental de su política de oposición. De hecho, el programa electoral con el que ganó las elecciones en el año 1994 se comprometía a realizar una reforma del proceso de elección de los componentes del Consejo en el que primase la profesionalidad y la carrera judicial y en menor medida el perfil político. Una vez en el gobierno, y durante dos legislaturas, el Partido Popular incumplió su promesa y utilizó a su favor la situación generada por el felipismo. Durante años ha estado colapsada la elección de los nuevos vocales del Consejo. El acuerdo al que llegaron en 2008 los dos grandes partidos, con autobombo incluido y euforia no contenida, constituyó un capítulo más del proceso de transformación de la democracia en una oligarquía partitocrática, ya denunciado por teóricos italianos como Michels, Mosca o Pareto. Esta actitud del principal partido de la oposición no hace sino confirmar lo que muchos sospechamos: el PP, a día de hoy, no es el partido de la regeneración democrática. Se beneficia del juego de intereses partidista y no afronta con valentía las reformas necesarias que frenen la involución democrática. Esperemos que rectifique y se convierta no solo en la alternativa frente al socialismo caduco de ZP sino que también incorpore en su programa de gobierno la necesaria reforma judicial que España necesita.


Los vocales electos son fiel reflejo de las mayorías y minorías parlamentarias, con lo que en el CGPJ se reedita la situación del Parlamento. Lean con atención la trayectoria vital y profesional de estos jueces. Sus méritos profesionales pasan a segundo plano; prima la fidelidad y la sintonía política. Frente al empate a nueve vocales de PP y PSOE, la minorías nacionalistas tienen, otra vez, la llave de la gobernalidad. En este sentido son muy interesantes las palabras del aún vocal del Consejo, José Luis Requero, que en una entrevista explicó que la misión principal del nuevo Consejo, salvo una "grata sorpresa" del Constitucional, que reconoció no esperar, será "ejecutar las previsiones del Estatuto de Cataluña, en materia de Justicia", que supondrá que "competencias que hasta ahora el desempeñaba el CGPJ van a pasar a órganos autonómicos".

Se consuma así la felonía de la clase política. Las élites políticas pactan el reparto del poder de espaldas a la sociedad y al bien común, invadiendo para ello territorios que no son de su competencia. Este proceso de degradación democrática avanza con la complicidad de amplios sectores sociales y la pasividad de una ciudadanía que se mueve entre la indiferencia y la servidumbre. Si Alfonso Guerra anunció la muerte de Montesquieu, entre todos han decidido enterrarlo.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Defensa del individuo

Se cumplen sesenta años del estreno de la película El manantial de King Vidor, adaptación de la novela homónima de la filófosa objetivista Ayn Rand. A todos aquellos que amen la libertad individual, la insobornable independencia frente a la coación y los colectivismos y que no hayan leído la novela ni visto la película, les recomiendo que no pierdan un instante para hacerlo. Por su interés reproduzco a continuación un artículo publicado en Libertad Digital por mi buen amigo Santiago Navajas, excelente profesor de Filosofía, fino crítico de cine, infatigable blogger e irreductible liberal o libertariano, como le gusta definirse.

"Los liberales tienen fama de ser tipos fríos e insensibles, calculadores y materialistas, metódicos y un tanto aburridos, burgueses encorbatados. Una pandilla de tenderos, de cerveceros benevolentes, prestos a satisfacer la mediocridad de las masas, a sacrificar los valores fuertes en aras de la dictadura de la taquilla, de la lista de los más vendidos. En definitiva, unos defensores del sentido común, hombres sin atributos, filisteos del best seller, esclavos de el-cliente-siempre-tiene-razón.
Y para la mayor parte de ellos el retrato es fidedigno. Sin embargo, existe un subtipo de liberal realmente salvaje, pasional, indómito. Individualista extremo, defensor de la libertad sin cortapisas y sin restricciones comunitaristas. Un ser humano que necesita de la libertad para hacer de su vida una obra de arte. Podríamos denominarlo libertariano. Incapaz de transigir con los dictados de las medianías, de plegarse a la inercia de la tradición, tiene un Yo tan poderoso que crea sus circunstancias en lugar de dejar que sean los imperativos sociales los que moldeen su espíritu. Lo que no es óbice para que de su acción se desprenda el mayor bien común, aunque nunca se inspire en la piedad, la compasión o la conmiseración hacia los demás, sería una forma de humillarlos y rebajarlos, sino precisamente como una emanación de su propia voluntad de poder.

En estos días se cumplen sesenta años del estreno de El manantial, la película libertariana perfecta. Ayn Rand, la filósofa norteamericana, escribió el guión que adaptaba su propia novela del mismo título, la historia de un arquitecto, Howard Roark, que combinaba la originalidad extrema con la integridad absoluta. Roark se enfrentará a las masas representadas por un empresario periodístico sin escrúpulos, consciente de haber alcanzado el poder social pagando el precio de la vulgaridad, y un crítico de arquitectura que pone voz al resentimiento popular contra la grandeza del creador.

A lo largo de los siglos, hubo hombres que abrieron nuevos caminos armados únicamente con su propia visión. Los grandes creadores, pensadores, artistas, científicos, inventores, estuvieron solos contra los hombres de su época. Cada nueva idea fue rechazada, cada nuevo invento fue denunciado, pero los hombres con visión de futuro siguieron adelante. Lucharon, sufrieron y pagaron, pero vencieron. A ningún creador le impulsó un deseo de satisfacer a sus hermanos. Sus hermanos odiaban el regalo que él ofrecía. Su verdad era su único motivo. Su trabajo era su único objetivo. Él sostenía su verdad contra todo y contra todos. Con su integridad como única bandera. Vivía para sí mismo, y sólo al vivir para sí mismo fue capaz de lograr las cosas que son la gloria de la humanidad.

Nadie mejor que Gary Cooper para encarnar a Roark, al superhombre liberal en una sociedad capitalista amenazada por la revolución democrática, es decir, por lo que Ortega y Gasset llamó la rebelión de las masas, esa mezcla entre nihilismo y progresismo. En definitiva, Rand argumentaba que sólo la libertad individual puede fundar la inteligencia. Y que sólo la inteligencia íntegra puede crear un mundo mejor, más auténtico y más feliz.

También, nadie mejor que Patricia Neal para interpretar a la tórrida amante de Roark. La secuencia del flechazo entre ambos, con Cooper horadando con su rocoso brazo la piedra de una cantera y Neal agitando nerviosa una fusta, pertenece al top ten de la pornografía subliminal de todos los tiempos.

No es casualidad que Roark sea un arquitecto. Combina el arte y la ciencia. Y para hacer su trabajo depende de que haya otras personas que puedan costearlo. Pero esa dependencia nunca significará para Roark transigir, negociar o renunciar a sus principios estéticos. Roark hace de su estética funcionalista una ética ilustrada: la autonomía creativa del individuo sólo puede ser auténtica y legítima cuando presupone una autonomía moral.

Hablábamos de la vida como una obra de arte:

Ni el dinero, ni la fama, ni gratitud, ni nada que la sociedad pueda darte. La autorrealización basta.


La complejidad del guión de Rand, en el que la dialéctica entre el individualismo de la élite y el seguidismo de la masa se planteaba en los términos ajustados para que una sociedad democrática fuese inequívocamente liberal, se complementaba con el sentido espacial de la dirección de King Vidor. La filósofa era una admiradora secreta del trabajo de éste, que en los años 20 había realizado un análisis lírico y hagiográfico del hombre masa: The Crowd (... Y el mundo marcha, 1928). Además, Vidor venía de expresar la quintaesencia del amor fou a tiro limpio en Duelo al sol. La prosa incendiada de ideología y pasión de Rand encontró en la elegancia espacial de Vidor su realizador más afín. Las grandiosas, funcionales y minimalistas construcciones de Roark, el individualismo como manantial de la eterna prosperidad social defendido por Rand, encontraron en la profundidad de campo de Vidor y en la marmórea fotografía de Robert Burks los vehículos ideales a través de los cuales expresarse. Lo que hace que El manantial no sea un mero panfleto al estilo de los que perpetró la caduca estética del realismo socialista –en este caso hubiera sido un fraudulento realismo elitista– es la sabiduría de Vidor para modelar cinematográficamente un discurso denso, paradójico y, en ocasiones, francamente escandaloso para el mínimo común denominador de lo políticamente correcto entonces, ahora y siempre.
Esta visión indómita del liberalismo capta su reverso romántico, que interpreta literalmente la máxima de Jesús: "Ama al prójimo como a ti mismo". En nuestro caso, dice Roark: "Para decir Yo te quiero, uno debe saber primero cómo pronunciar el Yo". Un romanticismo tan auténtico como peligroso. Roark, el hombre-élite, no dudará en enfrentarse al hombre-masa, incluso llegando a la violencia extrema. En este caso, la lógica de Rand es implacable, y el discurso final de Roark, seis minutos que fueron duramente defendidos por Rand contra los productores y el mismo director, que querían reducirlo para hacerlo más comprensible para el público-masa, sigue siendo una de las piezas clave de la argumentación liberal contra cualquier tipo de colectivismo, sea de derechas (conservadurismo) o de izquierdas (socialismo)".





EL MANANTIAL (THE FOUNTAINHEAD; 1949, 114 minutos). Dirección: King Vidor. Guión: Ayn Rand. Música: Max Steiner. Fotografía: Robert Burks. Intérpretes: Gary Cooper, Patricia Neal, Raymond Massey, Kent Smith, Robert Douglas, Henry Hull. Calificación: Sublime (10/10).