Ante la cercanía de la cita electoral europea, sería bueno que reflexionásemos sobre qué Europa queremos construir: sus valores, principios y límites. Y nada mejor para ello que salirnos de la contingencia política para adentranos en la profundidad del pensamiento. El escritor francés Pascal Bruckner publicó el pasado año un interesantísimo ensayo que nos plantea importantes interrogantes acerca de la identidad europea. El autor de La euforia perpetua, La tentación de la inocencia o Miseria de la prosperidad vuelve a sorprendernos con La tiranía de la penitencia. Ensayo sobre el masoquismo occidental, editado por Ariel. En esta Europa nuestra del pesimismo, del nihilismo y del desistimiento se hacen necesarias aportaciones de intelectuales como Pascal Bruckner, Gilles Lipovetsky o Alan Finkielkraut para que el Viejo Continente vuelva a recuperar su protagonismo en la escena internacional superando complejos y soltando lastre de la penitencia que parece que estemos pagando por los errores de un devastador siglo XX. Europa tiene mucho que aportar. Es cierto que propició enfermedades históricas como el colonialismo, el totalitarismo nazi o comunista, pero también ha sabido encontrar el antídoto para que la Humanidad no vuelva a caer en excesos ideológicos que anulen al individuo en nombre de la colectividad.
"La verdad es que Europa ha vencido a sus monstruos: se abolió la esclavitud, se abandonó el colonialismo, se derrotó al fascismo y se puso de rodillas al comunismo. ¿Qué otro continente puede presentar semejante balance? En definitiva, lo preferible le ha hecho vencer a lo abominable. Europa es el Holocausto más la destrucción del nazismo, el gulag más la caída del Muro, el Imperio más la descolonización, la esclavitud y su abolición, es cada vez de una violencia precisa no sólo superada sino deslegitimada".
Sin embargo, denunia Bruckner, nos hemos quedado en la fase del arrepentimiento y la mala conciencia. La penitencia es, en definitiva, una elección política: la de la abdicación que no nos inmuniza en absoluto contra el pecado. El miedo a cometer de nuevo los errores del pasado nos vuelve demasiado indulgentes respecto a las infamias contemporáneas. "Al crimen de la injerencia -sentencia el pensador francés- le sucede el de la indiferencia" El pensamiento progre, apoyado en doctrinas terceristas, en una suerte de discurso colonialista a la inversa, sigue considerando que los países occidentales son los responsables de todo lo que ocurre en el Tercer Mundo, negando a estos pueblos su responsabilidad en un momento de la historia en la que son, en gran medida, dueños de su presente y de su destino. Este discurso ha calado hondo en las élites intelectuales de estos países que enarbolan la bandera del victimismo para así desprenderse de toda responsabilidad en la gestión de los asuntos domésticos:
"Son demasiados los países de África, de Oriente Próximo y de América Latina en los que se confunde la autocrítica con la búsqueda de un chivo expiatorio cómodo que explique sus desgracias. Nunca es culpa suya, siempre se atribuye a un tercero importante (Occidente, la globalización, el capitalismo).Pero esta división no está libre de racismo. Al negar a los pueblos de los trópicos o de ultramar toda responsabilidad en su situación, se los priva en consecuencia de toda libertad, se los devuelve a la situación de infantilismo que inspiró toda la colonización".
La democracia parlamentaria, la sociedad abierta, la declaración universal de los derechos humanos es la apuesta de Occidente y su extensión a otras culturas y continentes no debe ser interpretado como un capítulo más de arrogancia imperialista. Todo lo contrario. Los valorores que defendemos en el mundo Occidental y que han traído un período duradero de paz y bienestar son universales y los pueblos que aún sufren los rigores de la tiranía tienen en la historia europea un interesante referente. El discurso racista y discriminatorio sería el contrario, es decir, considerar que un ciudadano musulmán, africano o asiático no debe disfrutar de nuestro ventajoso mundo en nombre de la excepcionalidad racial, cultural o religioso. Al igual que Occidente supo encontrar el camino, largo y arduo, que le ha llevado a la democracia y el respeto a los derechos individuales, otros mundos, como por ejemplo el islámico, debe encontrar el suyo y el apoyo que demos desde Occidente a este proceso es el gran reto del siglo XXI, pues, según Bruckner, la democratización de los países musulmanes, si algún día llegara a producirse, se hará a partir del Islam, no de su negación.
"La crítica al Islam, lejos de ser reaccionaria, constituye por el contrario la única actitud progresista en el momento en que millones de musulmanes, reformadores o liberales aspiran a practicar su fe pacíficamente, sin soportar las órdenes ni de los doctrinarios ni de los barbudos. Desterrar las costumbres bárbaras de la lapidación, del repudio, de la poligamia, de la escisión, pasar el Corán por el tamiz de la razón hermenéutica, suprimir los versículos dudosos sobre los judíos, los cristianos y los homosexuales, las incitaciones a la matanza de los apóstatas o de los infieles, atreverse a recuperar el movimiento de la Ilustración nacido en el seno de las élites musulmanas a finales del siglo XIX en Oriente Próximo, ése es el inmenso obrasador político, filosófico y teológico que tienen ante sí. Esta labor de los intelectuales, de los profesores, de los religiosos árabe-musulmanes la han iniciado ya algunos (la sirio-estadounidense Wafa Sultan, la bangladeshí Talisma Nasreen , la abogada germano-turca Seyran Ates, la diputada holandesa de origen somalí Ayaan Ali Hirsi). Habrá que construir una gran cadena de ayuda a todos los rebeldes del mundo islámico, moderados, agnósticos, libertinos, ateos, cismáticos, como la que apoyó en el pasado a los disidentes de Europa del Este. Europa si quiere construir un Islam laico dentro de sus fronteras, debería alentar estas voces divergentes, darles su apoyo financiero, moral y político, apadrinarlos, invitarlos y protegerlos. No existe en la actualidad una causa más sagrada, más seria y que comprometa más la concordia de la generaciones fututras. Pero con una inconsciencia suicida, nuestro continente se arrodilla ante los locos de Dios y silencia o ignora a los librepensadores".
En este sentido, la mejor forma de acoger el amplio contingente de inmigrantes entre nosotros es invitándolos a que disfruten de nuestra sociedad abierta en lugar de condenarlos a perpetuarse en guetos y tradiciones que en ocasiones están de espaldas a la libertad. Es la gran lección del Europa: un individuo sólo existe conmo tal cuando su singularidad prevalece sobre su nacionalidad, su color de piel o su pertenencia.
El pensador italiano Giovanni Sartori ya denunció en su magnífico ensayo La sociedad multiétnica publicado por la editorial Taurus en 2001 cómo el multiculturalismo lejos de ser una extensión y continuación del pluralismo es su negacíon pues no persigue una integración diferenciada sino una desintegración multiétnica que quiebra los fundamentos de las sociedades abiertas. La clave, nos dice Bruckner, está en proteger a las minorías o emancipar al individuo.
"Toda la ambigüedad del multiculturalismo procede de que encarcela, en nombre de las mejores intenciones, a los hombres, a las mujeres y a los niños en un modo de vidas, en unas tradiciones de las que muy a menudo aspiran a emanciparse...Cada vez que un país occidental ha querido codificar un derecho de las minorías, ¡han sido los miembros de las mismas, especialmente las mujeres, los que se han opuesto!...Tal vez el multiculturalismo no sea, en el fondo, más que una segregación legal en la que nos encontramos con los tiernos acentos de los ricos explicando a los pobre que el dinero no da la felicidad. Para nosotros las cargas de la libertad, de la invención de uno mismo, de la igualdad entre hombres y mujeres; para vosotros, las alegrías de la costumbre, de los casamientos forzados, del velo, de la poligamia y de la mutilación sexual de las mujeres. Los miembros de estas pequeñas congregaciones se convierten entonces en piezas de museo, en habitantes de una reserva que queremos preservar de las calamidades del progreso y de la civilización".
Quizá le falta añadir a Bruckner alguna reflexión sobre lo que sí que podemos aprender los occidentales de otras culturas, aunque comprendo que dicho asunto trasciende el contenido del libro. Pero sin duda la recuperación de la lentitud en el quehacer cotidiano, valorar los espacios del silencio y la contemplación, el respeto a las generaciones anteriores son pequeños, pero importantes, aspectos que se están perdiendo en nuestra vida diaria y que tendríamos que retomar como parte de lo que entendemos por progreso. Me remito al sugerente ensayo del también intelectual francés Pierre Sansot Del buen uso de la lentitud.
Dedica Pascal Bruckner algunos capítulos a reflexionar sobre la relación entre Europa y Estados Unidos. Según el pensador francés, Europa no puede por más tiempo estar de espaldas a los Estados Unidos. La tiranía de la penitencia tiene como consecuencia la inacción de Europa en los conflictos que están asolando el planeta. El discurso antiamericano es farisaico pues tras ser denostados se recurre a los americanos para que solucionen problemas de los que nosotros evitamos pronunciarnos y tomar partido.
"Haga lo que haga, que intervenga o no intervenga, Estados Unidos lo hace mal, porque así lo establece la distribución de papeles. En Oriente Próximo o en cualquier parte, Europa rehúsa mancharse las manos, sólo acepta tenderlas con efusión apasionada a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Cuando rechazan nuestra amistad, ponernos en manos de otros el asunto para que hagan lo necesario. Se ha visto en Bosnia en 1995, en Kosovo en 1999...Si el día de mañana Vladimir Putin pusiera su pesada pata sobre los países bálticos, invadiera Georgia o estableciese en Moldavia un régimen títere, Europa occidental al unísono exclamaría: ¡Sírvase!" Finalmente, sólo reaccionaría Estados Unidos"
Estamos, en definitiva, ante un ensayo autocrítico y políticamente incorrecto de un intelectual europeo que piensa que Europa, por su universalismo y como artífice de lo mejor y peor de la historia reciente, tiene aún mucho que decir en el panorama político internacional. Para ello debe abandonar la tiranía de la penitencia y el masoquismo en la que está instalada y defender sin complejos la extensión de los valores que han hecho de la europea un modelo, con sus errores y aciertos, de sociedad abierta de la que hablaba Karl Popper. La búsqueda de los fundamentos de esa sociedad abierta debe ser compartida con todas aquellas sociedades que están saliendo, como en su día hizo Europa, del túnel de la historia. Los ciudadanos de diferentes países y tradiciones se enriquecerán de la diversidad cultural sin perder de vista el respeto de los derechos humanos y la libertad. Ésa sí que sería una Alianza de Civilizaciones productiva, ¿no creen?
En este sentido, la mejor forma de acoger el amplio contingente de inmigrantes entre nosotros es invitándolos a que disfruten de nuestra sociedad abierta en lugar de condenarlos a perpetuarse en guetos y tradiciones que en ocasiones están de espaldas a la libertad. Es la gran lección del Europa: un individuo sólo existe conmo tal cuando su singularidad prevalece sobre su nacionalidad, su color de piel o su pertenencia.
El pensador italiano Giovanni Sartori ya denunció en su magnífico ensayo La sociedad multiétnica publicado por la editorial Taurus en 2001 cómo el multiculturalismo lejos de ser una extensión y continuación del pluralismo es su negacíon pues no persigue una integración diferenciada sino una desintegración multiétnica que quiebra los fundamentos de las sociedades abiertas. La clave, nos dice Bruckner, está en proteger a las minorías o emancipar al individuo.
"Toda la ambigüedad del multiculturalismo procede de que encarcela, en nombre de las mejores intenciones, a los hombres, a las mujeres y a los niños en un modo de vidas, en unas tradiciones de las que muy a menudo aspiran a emanciparse...Cada vez que un país occidental ha querido codificar un derecho de las minorías, ¡han sido los miembros de las mismas, especialmente las mujeres, los que se han opuesto!...Tal vez el multiculturalismo no sea, en el fondo, más que una segregación legal en la que nos encontramos con los tiernos acentos de los ricos explicando a los pobre que el dinero no da la felicidad. Para nosotros las cargas de la libertad, de la invención de uno mismo, de la igualdad entre hombres y mujeres; para vosotros, las alegrías de la costumbre, de los casamientos forzados, del velo, de la poligamia y de la mutilación sexual de las mujeres. Los miembros de estas pequeñas congregaciones se convierten entonces en piezas de museo, en habitantes de una reserva que queremos preservar de las calamidades del progreso y de la civilización".
Quizá le falta añadir a Bruckner alguna reflexión sobre lo que sí que podemos aprender los occidentales de otras culturas, aunque comprendo que dicho asunto trasciende el contenido del libro. Pero sin duda la recuperación de la lentitud en el quehacer cotidiano, valorar los espacios del silencio y la contemplación, el respeto a las generaciones anteriores son pequeños, pero importantes, aspectos que se están perdiendo en nuestra vida diaria y que tendríamos que retomar como parte de lo que entendemos por progreso. Me remito al sugerente ensayo del también intelectual francés Pierre Sansot Del buen uso de la lentitud.
Dedica Pascal Bruckner algunos capítulos a reflexionar sobre la relación entre Europa y Estados Unidos. Según el pensador francés, Europa no puede por más tiempo estar de espaldas a los Estados Unidos. La tiranía de la penitencia tiene como consecuencia la inacción de Europa en los conflictos que están asolando el planeta. El discurso antiamericano es farisaico pues tras ser denostados se recurre a los americanos para que solucionen problemas de los que nosotros evitamos pronunciarnos y tomar partido.
"Haga lo que haga, que intervenga o no intervenga, Estados Unidos lo hace mal, porque así lo establece la distribución de papeles. En Oriente Próximo o en cualquier parte, Europa rehúsa mancharse las manos, sólo acepta tenderlas con efusión apasionada a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Cuando rechazan nuestra amistad, ponernos en manos de otros el asunto para que hagan lo necesario. Se ha visto en Bosnia en 1995, en Kosovo en 1999...Si el día de mañana Vladimir Putin pusiera su pesada pata sobre los países bálticos, invadiera Georgia o estableciese en Moldavia un régimen títere, Europa occidental al unísono exclamaría: ¡Sírvase!" Finalmente, sólo reaccionaría Estados Unidos"
Estamos, en definitiva, ante un ensayo autocrítico y políticamente incorrecto de un intelectual europeo que piensa que Europa, por su universalismo y como artífice de lo mejor y peor de la historia reciente, tiene aún mucho que decir en el panorama político internacional. Para ello debe abandonar la tiranía de la penitencia y el masoquismo en la que está instalada y defender sin complejos la extensión de los valores que han hecho de la europea un modelo, con sus errores y aciertos, de sociedad abierta de la que hablaba Karl Popper. La búsqueda de los fundamentos de esa sociedad abierta debe ser compartida con todas aquellas sociedades que están saliendo, como en su día hizo Europa, del túnel de la historia. Los ciudadanos de diferentes países y tradiciones se enriquecerán de la diversidad cultural sin perder de vista el respeto de los derechos humanos y la libertad. Ésa sí que sería una Alianza de Civilizaciones productiva, ¿no creen?